Aquí me tenéis; a mis años, intentando de nuevo despejar una incógnita. Veamos. Pajares es -por indefinido, pero limitado, tiempo- a Busdongo como Pozazal es a equis. Multiplico por aquí; divido por allá -vamos, lo que viene siendo toda la vida una regla de tres- y despejo equis. ¡Ya está!: equis igual a Mataporquera. Facilito. O lo parece, al menos.
Busdongo. Mataporquera. Nombres propios en la historia del ferrocarril español. No lejos de ellas sendas infraestructuras singulares refuerzan el ya de por sí amplio atractivo de los trazados ferroviarios correspondientes: el airoso viaducto de mampostería en curva de Celada, al norte de Mataporquera, ya en la vertiente campurriana de Pozazal, con tan dilatada vida -desde 1857- como indesmayable fascinación visual; y, discretamente integrado en el fragoso paisaje, el largo (3.071 m.) túnel divisorio de la Perruca, a un par de kilómetros de Busdongo, se cuentan entre las obras más significativas de la ingeniería civil ferroviaria española.
Asimismo, ambas localidades -de modesto protagonismo desde otras perspectivas- mantienen, sin embargo, cierto paralelismo en lo tocante a su participación en la operación ferroviaria. Tal como ocurre con la estación leonesa, la cántabra se halla al sur de la Cordillera, no lejos del cambio de vertiente; ello ofrece, entre otras, la utilidad ocasional de que trenes de mercancías en sentido sur, fuertemente limitados en su carga por las duras rampas del puerto, puedan recuperar el resuello y recomponerse en otros más largos y pesados -más eficientes, en suma- para encarar, ya más cómodamente, su itinerario a través de la Meseta.
La formación o recomposición de trenes en Mataporquera ofrece oportunidades -hoy infrecuentes en la mayoría de las estaciones- a las operaciones de maniobra (Foto: JRS) |
Engastadas, en fin, en los ásperos parajes donde el alto norte castellano viene a dar con las tierras cantábricas, soportan ambas sus largos y duros inviernos, subrayados -y no excepcionalmente- por espectaculares nevadas. Así pues, la analogía que suscitan estas similitudes, hace que Busdongo y Mataporquera, -tanto monta, nieva tanto- compartan, -aún, ya digo- una peculiar camaradería ferroviaria.
Pero centrémonos ya en Mataporquera. Situada en la raya cántabro-palentina, y aproximadamente en la mitad de la línea de la Robla, su facilidad de comunicación con el País Vasco y los cotos carboníferos cantábricos, por un lado, y las oportunidades ofrecidas por el fácil transbordo con la línea del Norte, por otro, la convirtieron pronto en estación clave del Hullero -con amplia dotación de recursos- y en atractivo objeto de interés para variadas inversiones industriales.
La nieve y el cemento aportan a Mataporquera una identidad que no es fácil de percibir en su deslavazado caserío (Foto: JRS) |
De todas ellas, -que por cierto, y a cambio del empleo asociado, impusieron durante años un duro peaje al paisaje y condiciones ambientales de la zona-, hoy solo sobrevive con ímpetu una cementera (Cementos Alfa), cuyas renovadas instalaciones han atenuado sensiblemente, sí, el impacto ambiental de su operación, aunque no el de su imagen: su imponente aparato domina -avasalla- el austero y un tanto despersonalizado poblado al que ha quedado reducido el lugar, en el que resulta tan difícil identificar sus raíces cántabras como una ocasional influencia de su vecindad castellana.
La imponente presencia de la cementera y los inconfundibles síntomas de su actividad dominan el espacio ferroviario -y urbano- en Mataporquera (foto JRS) |
Un enclave ferroviario mixto. Modesto. Con limitada actividad hoy, repartida entre la nominal -meramente anecdótica- del sector de ancho de vía métrica, y la algo más significativa del de ancho ibérico, que genera tanto actividades propias de la recomposición de trenes referida, -maniobras incluídas- como aquellas otras relacionadas con el tráfico de cemento, atendido por lanzaderas que le comunican con el puerto de Santander.
Mataporquera por tanto, aún dentro de su modestia -lo envidiarían, quizás, otros- conserva dos, o en el decir secular de las gentes de la zona, tres estaciones: la de vía ancha; la de vía estrecha, …¡y su invierno!, de presencia casi permanente, tal es la dureza climática de uno de los lugares más gélidos del norte español.
Tranquilos, en todo caso: la peor de las celliscas claudica siempre ante una solvente olla ferroviaria, contundente guiso típico en puchera en el que -junto a otros muchos nutritivos ingredientes- nunca falta el sabroso condimento de sus añejas reminiscencias ferroviarias.
El tráfico regular de trenes cementeros anima el paisaje ferroviario de Mataporquera, y de camino la actividad del tramo que le une al puerto de Santander (foto JRS) |
Pero dejando aparte sus guisos y sus fríos, si algo caracteriza hoy a Mataporquera quizás sea una ubicua languidez, especialmente perceptible en el ámbito de la vía estrecha. Porque su actividad -relativamente alta para lo que se estila- en la del eje ibérico Santander-Palencia, depende en buena medida de la ligada a la cementera -hoy muy orientada a la exportación, ca. 85% en 2019- y la de ciertos tráficos pasantes especializados -químicos, cereal, autos, señaladamente- que son relevantes para el puerto santanderino.
En todo caso, tratándose del transporte de mercancías, nunca conviene confiarse: aspectos coyunturales o estructurales -vg. variación en la demanda de cemento; productividad de la cementera y estrategia de su grupo propietario; oportunidades ofrecidas por algunos mercados estacionales (vg. cereales); competitividad del puerto santanderino en ciertos tráficos…- pueden determinar, siempre, sensibles impactos sobre la actividad ferroviaria.
El transporte -ocasional- de cereal, en este caso de importación, ofrece oportunidad a vistosos trenes (Foto: JRS) |
Desde la perspectiva de los viajeros, por su parte, solo la incierta -¿quizás quimérica?-, discutible y recurrente ensoñación de la alta velocidad a Cantabria, introduciría cambios significativos en el panorama ferroviario de Mataporquera; pero ello, sin duda, queda aún -y en su caso- lejos, muy lejos.
Pero volviendo a esa preocupante languidez a la que me
refería antes, un vistazo a los dominios de la vía estrecha, como en tantos otros
lugares venidos a menos, nos remite a un pasado lucido, nos ubica en un
presente precario, y nos aboca a un inquietante -y, aquí lo grave, muy
posiblemente efímero- futuro. Andenes solitarios; muelles de transbordo yermos;
rotondas sin máquinas; desocupados vagones en espera de un destino incierto y, ¡sobre
todo!, esas vías peligrosamente llenas de trenes ausentes, constituyen motivos sobrados
de preocupación.
Pocos momentos tan idóneos para apreciar la melancolía que
impregna el lugar como el del breve encuentro -mejor con nieve- entre los
automotores que sirven el itinerario del histórico Hullero. La perseverante soledad
del andén, ocioso durante el resto de la jornada, solo se rompe cada día durante
ese corto lapso de diez minutos,… ¡y mayormente por los ferroviarios que
intercambian su servicio entre los trenes!.
Tan breve, pero inequívoca, experiencia -junto las
informaciones referidas a inversiones previstas y/o tráficos que no volverán- pone
fácil recelar que la escena, -o lo que es lo mismo, el vestigio residual de
actividad del Hullero que supone la testimonial circulación de aquellos trenes-,
desaparezca en cualquier momento: la supervivencia de buena parte del trazado de
la histórica línea, -o sea de su carácter integrado, de verdadera ‘línea
ferroviaria’-, pende, pues, de un delgado -aunque palpable- hilo.
Quizás por todo ello, ahora que caigo, no sea tan fácil despejar -del todo- aquella equis del comienzo. Mataporquera conserva aún, ya vemos, mucho de incógnita en su futuro.
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