Atención a la retaguardia
Parece como si lo propio del ser humano fuera interesarse prioritariamente por lo que le queda adelante, por todo aquello que le supone un cierto carácter de vanguardia vital; quizás, creo yo, porque ahí es donde residen, aparte las claves del crecimiento, también y entre otras, las inquietudes y esperanzas que conforman la perspectiva del futuro, siempre -a la vista está en los corrientes tiempos-, y para todos, incierto.
En consecuencia, las retaguardias -por definición, siempre atrás-
son percibidas con frecuencia como zonas de debilidad, lugares controvertidos,
azarosos, expuestos -y no raramente- incluso a la agresión inclemente, a la
acometida alevosa. Lo que no impide que a veces, hartas ya de su papel
secundario, reivindiquen una atención protagonista; atención que, -yendo ya a
lo nuestro-, en el mundo del ferrocarril y más allá de lo meramente
operacional, ha tomado a veces forma sublime. El arte sucumbió pronto al
hipnótico embrujo de esa luminaria postrera -el farolillo rojo por excelencia-
que se diluye en la noche al alejarse un tren; algunas obras maestras de la
pintura reflejan, en efecto, cómo sus autores no pudieron sustraerse a la
fascinación de una zaga ferroviaria.
En esta foto, a la que las largas horas de confinamiento invitan a mirar -contemplar, mejor- con detalle, Wyrsch se revela a su vez como un cuidadoso observador. El foco principal del encuadre está, sin duda, en la cola del tren, atiborrada de señuelos para la mirada: ahí es precisamente donde fija su atención. Porque el resto de intervinientes se conforman con jugar un papel de meros -aunque eso sí, muy dignos- comparsas: el austero paisaje invernal del sur madrileño; el pobre equipamiento de una estación secundaria; la escasa concurrencia del andén; los espartanos coches de madera…Incluso, allí delante, la protagonista preferencial de tantas fotos, -la máquina por antonomasia, digo- se mantiene esta vez en un segundo plano: el humo que mansamente surge de su chimenea -tal vez el fogonero, tras hacer aguada, acaba de alimentar el hogar con carbón para asegurar el brío al reanudar la marcha- sirve tan sólo para subrayar su presencia, eso sí, siempre evocadora.
Tranvía en Griñón. Karl Wyrsch. Década de los 60. Siglo XX Publicada por Juanjo Ramos Vicente. Facebook: Historia del Ferrocarril en Extremadura |
El meollo está -decía yo- en la cola. Volvamos, pues, a ella. El añejo furgón que remata el tren ha cumplido ya, -cuando la foto, digo, y desde 1908-, más de medio siglo flaneando por las vías españolas: procede -doctores tiene la parroquia ferroviaria- de la nutrida nómina que la compañía MZA compuso entre 1902 y 1922, y muy posiblemente y de acuerdo con su matrícula, durante algunos años atendió, aparte funciones propias del servicio ferroviario, a esas otras necesidades que, en su origen, no contemplaban los primitivos coches de viajeros, y que eran -y son- tan prosaicas como inexcusables: las del excusado, señaladamente. Su testero nos remite a un ámbito operacional de gran interés: aparte esos protuberantes retrovisores encajonados y lo que aparenta ser enrejado ventanuco del departamento del jefe de tren; más allá de la abundante ferretería propia de los imprescindibles órganos de tracción y freno, destaca, sobre todo, esa airosa lamparería que conjuga lo decorativo de unos artísticos faroles de latón con lo funcional -vitalmente funcional- que suponían entonces las señales de cola de un tren para confirmar a su paso -nada menos- que circulaba completo. A la vista de esos escuetos escalones, no son difíciles de imaginar los atrevidos equilibrios necesarios para acomodar los faroles en sus candeleros, situados, por si fuera poco, allí arriba, en lo más alto y esquinado del techo.
Pero con todo, lo que quizás más me atrae de esta sugerente
foto, es el cronómetro: sí, ese sutil cronómetro que marca el ritmo de toda la
escena. Porque la despreocupada actitud del ferroviario -que reposa tranquilamente sobre la baqueteada madera del estribo corrido del furgón, y parece dar cuenta cuenta de un precario almuerzo sosteniendo un plato entre sus manos-,
nos remite a otra época -retaguardia también, es decir, pasado de nuestras
vidas- en la que el tiempo se cotizaba distintamente: la preocupación obsesiva
por las isócronas de dos horas y media alrededor de Madrid como criterio
director de la extensión de la alta velocidad en España, o la inquietud
comprometida por no superar un limitado retraso que obligue a devolver el
importe del billete a los viajeros de un tren quedaban todavía lejos, muy lejos.
Y es que, en efecto, las retaguardias -y no sólo las
ferroviarias- tienen aún mucho que enseñarnos. Y nosotros, mucho que aprender de ellas.
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